La primera vez que vi llorar a
un niño de la calle me pregunté cuanto costaría consolarlo. ¿Cuántos dólares sacarle
de la calle? ¿Cuántos euros darle una educación digna? ¿Cuántos birr recuperar
su vida? ¿Sería suficiente con que un monarca europeo sacrificara a un elefante
etíope?
Se había
golpeado la cabeza, la herida aun supuraba y no tenía a nadie que le consolara.
Dejó de respirar compulsivamente cuando me vio, tomó aire y se dirigió a mí: Hello Mister! Por un instante su sonrisa
venció al dolor, pero cuando le dí la espalda siguió llorando.
Las calles
estaban engalanadas, se celebraba un encuentro
de nivel de políticos y autoridades del estado. Aun escuchaba el llanto del
niño a mis espaldas cuando la avenida se lleno de vehículos repletos de
militares. Las sirenas de la policía militar motorizada silenciaron los llantos
del niño. Sendos Land Cruiser con los
vidrios tintados, flanqueados por militares y policías, pasaron como una exhalación
junto a nosotros. Los bajaj fueron
desplazados bruscamente por el cortejo militar. Pude ver el rostro de uno de
sus ocupantes de los Land Cruiser mientras
se afanaba en subir la luna delantera. Traje oscuro, gafas de sol, sonrisa
forzada y desprecio manifiesto. Características que me resultaron muy familiares,
muy occidentales. ¿Cuántos safaris habría costado ese Armani? ¿Cuántos trofeos de caza esas Ray-Ban? No tarde en olvidarme del chichón de aquel niño de la
calle.